A fines del siglo XVIII los reclamos de los derechos de las mujeres se centraban en la igualdad y la educación. Recién en el siglo XIX las reivindicaciones de las mujeres lograron que les fuera reconocido el derecho al voto y, en el siglo XX, este derecho se hizo extensivo en los países latinoamericanos. Al finalizar la segunda Guerra Mundial, las Naciones Unidas establecieron la Comisión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer, por la cual se promueve la igualdad de género y el empoderamiento de la mujer. Asimismo, desde la década del 60 el movimiento de mujeres, recibió el nombre de “feminismo” para reclamar sus derechos en el ámbito político.
A partir de los años ‘80 se introduce en los estudios de las mujeres un uso diferencial de los conceptos sexo-género. Por un lado, el sexo está basado en cuestiones biológicas, anatómicas y fisiológicas y, por otro lado, el género alude a la participación, experiencia y vivencias sociales activas de los sujetos. Es decir, el género, al incluir la construcción social de los individuos va más allá de las características del sexo.
En este sentido, género y sexo permiten incluir a las personas Lesbianas, Gays, Trans, Bisexuales e Intersex (LGTBI), quienes han estado históricamente sometidos a discriminación, violencia, persecución y otros abusos por su orientación sexual, identidad y expresión de género y diversidad corporal. Lo anterior, constituye una clara vulneración a los derechos humanos protegidos en los instrumentos internacionales e interamericanos.
Distintos actores del Sistema Interamericano de Protección de los Derechos Humanos apuntan que los problemas sistémicos enfrentados por las personas LGBTI en la región incluyen criminalización, altos índices de violencia, discriminación en el acceso a la salud, justicia, educación, trabajo y participación política, así como la exclusión y la invisibilidad de estas violaciones.
En el año 2011, la Corte Interamericana de Derechos Humanos dio un énfasis temático especial a los derechos de LGTBI al diseñar un plan estratégico –Plan de Acción 4.6.i– y una unidad especializada en el seno de su Secretaría Ejecutiva. Asimismo, en el año 2014 entró en funciones la Relatoría sobre los Derechos de las Personas Lesbianas, Gays, Trans, Bisexuales e Intersex, dando continuidad a la nombrada unidad e incluyendo temas de orientación sexual, identidad y expresión de género y diversidad corporal.
El movimiento feminista moderno ha conseguido una mayor sensibilización a nivel internacional en relación a los derechos de las mujeres como en el seno de algunos organismos oficiales de la Organización de las Naciones Unidas –ONU–. A partir de 1975, este organismo convocó cuatro conferencias mundiales sobre las mujeres en las que puso en el centro del debate los derechos de las mujeres bajo el principio de igualdad y equidad de género. Asimismo, marcaron una serie de prioridades y fueron reflejo de consensos tanto para la comunidad internacional como del movimiento de mujeres.
Por su parte, en el Sistema Interamericano encontramos un elemento de gran valía en la protección de los derechos de las mujeres, la Convención de Belém do Pará. Esta convención reconoce que “la violencia contra la mujer constituye una violación de los derechos humanos y las libertades fundamentales y limita total o parcialmente a la mujer el reconocimiento, goce y ejercicio de tales derechos y libertades”. Define la violencia contra la mujer como “cualquier acción o conducta, basada en su género, que cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico a la mujer tanto en el ámbito público como en el privado” (art. 1).
En América Latina, durante las dos últimas décadas del siglo XX, se vivió un proceso de recuperación y profundización de los sistemas democráticos luego de un largo periodo de dictaduras militares y conflictos armados. Los ciudadanos y ciudadanas fueron recuperando paulatinamente no sólo su derecho a elegir a sus representantes y de postularse a cargos electivos, sino también su derecho a incidir —no sin obstáculos- en las reformas de sus instituciones que se fueron haciendo cada vez más insoslayables en el marco de la creciente globalización y los cambios del modelo económico.
La capacidad de acción y organización que las mujeres desplegaron durante ese duro período, constituyó un importante aprendizaje para la etapa de democratización política, por cuanto pudieron irrumpir de manera relevante en el escenario político para plantear sus demandas en torno a la igualdad de género.
América Latina es la región que más temprano y de manera unánime ha firmado y ratificado la Convención para la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW), la cual es considerada la carta internacional de los derechos de las mujeres y la manifestación jurídica en la búsqueda de igualdad plena, al reelaborar el concepto de discriminación.
En la mayor parte de los parlamentos latinoamericanos la presencia femenina ha aumentado en los últimos diez años, lo mismo que las candidaturas y, actualmente, con más frecuencia se ven mujeres en ministerios que tradicionalmente eran ocupados por hombres, como los de economía, defensa y gobierno. Un elemento importante en este aumento ha sido la adopción de medidas de acción positiva para los cargos de elección popular y de designación. A pesar de estos avances, el movimiento de mujeres, las organizaciones, las feministas y los mecanismos institucionales de la región, coinciden que los avances han sido lentos, difíciles y muchas veces inestables. Por su parte, ONU Mujeres lanzó la guía estratégica: “Empoderamiento político de las mujeres: marco para una acción estratégica en América Latina y el Caribe (2014-2017)”, la cual se diseñó con el objetivo de estimular el avance de la región hacia la democracia paritaria, como una meta para transformar las relaciones de género e impulsar y desarrollar la plena participación política de las mujeres en igualdad de condiciones.
En América Latina y el Caribe, el Consenso de Montevideo reconoce los derechos sexuales y los derechos reproductivos como parte integral de los derechos humanos, colocando a nuestra región a la vanguardia de los acuerdos a pesar de las realidades dispares que precisan de urgente resolución.
Uno de los aspectos clave en materia de salud sexual y reproductiva de adolescentes es el acceso efectivo a servicios, insumos y a una educación integral de la sexualidad. Enfrentada a barreras culturales y sociales, la educación específica en materia de sexualidad es la llave para empoderar a adolescentes y jóvenes y marcar la diferencia en próximas generaciones. Las complicaciones durante el embarazo y en el momento del parto son las principales causas de muerte entre las adolescentes en comparación con otras mujeres, dando como resultado miles de muertes cada año. Asimismo, según el Centro de prensa de la Organización Mundial de la Salud diariamente casi 830 mujeres mueren por causas relativas al embarazo y al parto aun cuando la mayoría de esas muertes son evitables.
En síntesis, reconocer los derechos sexuales y los derechos reproductivos como parte integral de los derechos humanos no sólo es indispensable para asegurar un desarrollo equitativo en la región, sino que es un imperativo para salvar vidas.
La sexualidad es una fuente de diversidad y, por lo tanto, de riqueza humana. No obstante, a menudo es vista como una fuente de amenazas, derivando en la existencia de prejuicios y, con ello, de amenazas para quienes tienen una sexualidad diferente a la socialmente aprobada. Existe una multiplicidad de sujetos que son parte del avance inclusivo y visibilización de las variadas realidades en materia de diversidad sexual, los cuales evidencian que existen además del homosexualismo, muchas otras expresiones, enfrentadas a sus propias experiencias y desafíos.
La identidad de género y la expresión de género, son inherentes a las personas, e inmutables dado que el individuo no puede separarse de ella sin riesgo de sacrificar su identidad. Además, las decisiones particulares y personales de los mismos forman parte de su proyecto de vida y están, por tanto, en un proceso de desarrollo permanente, es decir, son fluidas, y se construyen continuamente. Por ello, tanto la orientación sexual, la identidad de género como la expresión de género, son categorías movibles. La interferencia del Estado en tal construcción, es una violación a la dignidad de la persona.
Hasta la reciente adopción de la Convención Interamericana contra Toda Forma de Discriminación e Intolerancia, que veda de manera explícita la discriminación por orientación sexual, identidad y expresión de género, de acuerdo con los órganos del Sistema Interamericano de Derechos Humanos –CIDH y Corte Interamericana de Derechos Humanos (CorteIDH)– la orientación sexual e identidad de género estaban contempladas en el artículo 1.14 de la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH) dentro de la expresión “otra condición social”.
La Convención Interamericana contra Toda Forma de Discriminación e Intolerancia identifica varias formas de discriminación como la indirecta, la cual implica causar una desventaja a una persona que pertenece a un grupo específico, y la discriminación múltiple o agravada, donde se pretende anular o limitar el goce o ejercicio de los derechos fundamentales. Además, insta a los Estados adheridos a la adopción de políticas públicas especiales y acciones afirmativas para promover condiciones equitativas de igualdad de oportunidades; medidas legislativas que prohíban la discriminación y la intolerancia; sistemas políticos y legales que contemplen la diversidad; y medidas judiciales que promuevan el acceso a la justicia para las víctimas de la discriminación.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos afirma que es necesario relacionar el tema con la sigla LGTBI, que significa: 1) L, lesbianas; 2) G, gay o gai; 3) T, transexual; 4) B, bisexual; y 5) I, intersexual. Tal sigla, aclara la CIDH, viene siendo usada por movimientos y grupos de movilización social.
Dentro de la categoría de género, la masculinidad es un conjunto de atributos, valores, funciones y conductas que se suponen esenciales al hombre en una cultura determinada. En tal sentido, existen múltiples modelos para decirse, pensarse y definirse como hombres, por lo tanto existe una multiplicidad, es decir diversas masculinidades.
En el marco de una sociedad patriarcal, que caracteriza a las sociedades actuales, existe un modelo dominante de masculinidad y hegemónica, en el cual se presenta al hombre como “superior”, que puede discriminar y subordinar a la mujer y a otros hombres considerados diferentes, prevaleciendo por sobre otras construcciones masculinas.
Para entender la justificación formal del trabajo con hombres como parte de la agenda internacional para el desarrollo de las mujeres es preciso situarnos en el marco de la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la mujer, Convención de Belém do Pará, en concordancia con lo dispuesto en la Convención sobre la Eliminación de Todas las formas de Discriminación contra la Mujer y otros instrumentos normativos que pugnan por la posibilidad del cambio.
Como efecto de lo anterior, el trabajo con hombres se incluye dentro de los Objetivos de Desarrollo del Milenio de la ONU, en el numeral 9 del Anexo de la Carta de fecha 19 de julio de 2010 dirigida al presidente de la Asamblea General por el presidente del Consejo Económico y Social, específicamente en sus incisos b y d. Respectivamente, se argumenta la necesidad de un enfoque integral para acabar con todas las formas de discriminación y violencia contra las mujeres y las niñas en todos los sectores, incluso mediante iniciativas dirigidas a evitar y combatir la violencia basada en el género; a alentar y apoyar los esfuerzos de hombres y niños por participar activamente en la prevención y eliminación de todas las formas de violencia, en especial la basada en el género; y a aumentar su conciencia sobre la responsabilidad que les corresponde en lo relativo a poner fin al ciclo de la violencia.